2020 / 15 June

Homo homini lupus est


Homo homini lupus est.

Es joven y aún no ha cumplido los treinta. No es refugiado ni ha tenido tampoco que cruzar el mar en patera. Eso sí, conseguir tener sus papeles en regla ha sido todo menos un camino de rosas. Desde que ha llegado, ha tenido que sortear muchos obstáculos; unos procesos burocráticos insufribles de lentitud y opacidad, la mala fe de algunos funcionarios, la desidia y falta de compasión de otros y el recelo de un montón de racistas binarios que beben de la fuente de España es una y grande, España es nuestra, España primero y si dejamos entrar a más gente rara a España volveremos a los reinos de taifas. Pero también es verdad que se ha cruzado con gente buena, mucha. De hecho, si no hubiera sido por una ONG especializada en temas de extranjería, no habría podido conseguir los anhelados papeles. Tiene también puntos a su favor. Le ayuda el hecho de que es simpático, ambicioso, inteligente y con una gran capacidad para absorber conocimientos y adquirir destrezas. Sus padres son humildes pero no son pobres así que no ha llegado tampoco a España sin nada en la mochila. Con los estudios secundarios acabados, unos buenos conocimientos de francés e incluso algo de español aprendido durante los años que ha pasado trapicheando con turistas europeos, un día decidió cruzar el charco.

Guiado por muchas personas solidarias, perfeccionó su español, se preparó para las pruebas de acceso a la universidad para mayores de veinticinco años y consiguió matricularse en la carrera de traducción e interpretación. Los tres primeros años fueron difíciles porque tenía también que ganarse la vida y a veces sentía que no podía con todo. Su objetivo era acabar la carrera lo antes posible pero esto no era fácil. Aparte de las idas y venidas a la facultad y las muchas horas que tenía que dedicar al estudio, trabajaba de camarero y esto le amargaba la vida. Odiaba verse obligado a trabajar en cafés y restaurantes porque creía que valía para mucho más que eso y verse reducido a servir pinchos de tortilla le desesperaba. Quería empezar a traducir y a interpretar cuanto antes. En el fondo, sabía que para poder empezar a ejercer de profesional de la traducción e interpretación le quedaba aún mucho camino por recorrer. Sabía también que tenía que seguir mejorando el español y el francés. Además, su inglés dejaba bastante que desear y mejorarlo requeriría mucha dedicación y mucho tiempo. El árabe, del que se vanagloriaba permanentemente, no le servía de mucha ayuda porque una cosa era lo que él contaba a los demás y otra, la verdad que no quería confesar. Vendía el cuento de que podría perfectamente trabajar en árabe si quisiera pero en el fondo, sabía que lo que hablaba era en realidad un dialecto mestizo y con influencias varias, tan alejado del árabe estándar como el español del latín. Sabía también que además, le costaba sudor y lágrimas entender los dialectos árabes orientales porque le sonaban a chino. Se lamentaba de no haberse esforzado en las clases de árabe estándar en el cole pero ya era tarde para lamentarse. Después de ataques consecutivos de optimismo, se había presentado dos veces por libre al examen de árabe de la Escuela Oficial de Idiomas pero no había aprobado.

Su fracaso en el examen le tenía que haber abierto los ojos pero le seguía carcomiendo la frustración de no poder sacarle mejor provecho a la carrera así que acabó dejándose seducir por los cantos de sirena de una empresa que le ofrecía la posibilidad de dejar de servir cafés con leche para, por fin, “interpretar”.

Era una empresa que tenía contactos en muchos organismos y que no paraba de ganar concursos públicos de servicios de traducción e interpretación para la administración pública. La empresa le prometía una marea de trabajo como intérprete en comisarías, juzgados, puertos, aeropuertos, campos de concentración para refugiados e inmigrantes indocumentados y demás dependencias del Estado donde se filtra y deporta a gente indeseable. Le aseguraron que su perfil “multilingüe” era ideal y que si les prometía dedicación exclusiva, tendría interpretaciones a destajo. Y así entró en una espiral de horarios intempestivos y situaciones interpretativas muy peculiares. Las tarifas que le pagaban eran irrisorias y los horarios cambiantes le obligaban a perder clases, le quitaban horas de sueño y lo agotaban. Se dejaba ver cada vez menos en la facultad, acumulaba faltas en la entrega de los trabajos y cada vez veía más difícil acabar la carrera en junio. Pero en el fondo, su verdadero problema no era el cansancio, ni las tarifas ridículas que cobraba, ni lo mal que iba con los estudios. Su verdadero problema era la lucha interna que tenía contra su conciencia por su falta de ética en el trabajo. Había vendido su alma al diablo y esta angustia permanente no le daba tregua.

Han pasado muchos meses y ahora sí que acabar la carrera en junio le parece desde luego imposible. Cada noche, cuando se mete en la cama, le empieza a atormentar el recuerdo de las caras agotadas, bocas temblorosas, muecas amargadas y ojos desesperados que lo observan cada día. Ojos que clavan su mirada en las palabras que salen de su boca porque intuyen que no son auténticas, porque saben que está fingiendo comprender y que se está apresurando en traducir de cualquier manera lo que dicen. Ojos que cada día observan desesperados su verborrea incorrecta e insegura acoplada al claro desinterés de los uniformados que solamente tienen ojos para los formularios y expedientes que tienen delante mientras escupen mecánicamente preguntas, esperan impacientes cualquier respuesta y se dan prisa en cerrar el caso para pasar al siguiente. Los uniformados no parecen reparar en el tono inseguro del intérprete, ni en la saliva que cada vez le cuesta más tragar, ni en lo sospechosas que resultan ser sus traducciones demasiado repetitivas. La Unión ha impuesto su Directiva a España y España la cumple, fin de la historia. Y así es como decenas de kurdos, caldeos, turcomanos, bereberes, árabes asiáticos y árabes africanos van desfilando día tras otro ante el mismo intérprete de pacotilla que no entiende lo que dicen y que interpreta lo que oye como buenamente puede, simplemente porque no quiere volver a servir cafés con leche nunca más en su vida.

Esta mañana ha hecho el esfuerzo de ir a la facultad porque le ha entrado un ataque de optimismo y además, la clase de teoría de su profesor de interpretación le encanta y espera tener el valor, después de la clase, de confesarle todo lo que le oprime el corazón. Está perdido y espera que su profesor le ayude a retomar las riendas de su vida. Llega temprano y no resiste a la tentación de empezar a presentarle superficialmente y con términos muy vagos el tema de su preocupación. Había tenido a este mismo profesor en tercero, en la asignatura de interpretación consecutiva y está convencido de que lo entenderá porque sabe que él también pertenece a dos mundos, navega entre dos realidades y entiende lo que significa el drama del desarraigo y de la lucha constante para amoldarse, integrarse y avanzar. Necesita consejos y comprensión para calmar su desasosiego pero no le da tiempo de acabar porque el aula se llena de alumnos. Curiosamente, el tema de la clase de hoy es la ética en la profesión; los derechos humanos, el derecho del inmigrante a tener un intérprete, esta famosa Directiva europea, su transposición en ley nacional y las infamias que machan su vergonzosa aplicación en este país. El profesor ha invitado a una colega suya de Sevilla que ha escrito su tesis doctoral sobre este asunto para que hable con los alumnos. Según va avanzando la clase, el aire se va haciendo más denso, le cuesta respirar, le duele la cabeza y tiene incluso mareos. Se arrepiente de haber empezado a sincerarse con su profesor y cuando se acaba la clase sale escopetado. La cabeza no le da para más y piensa que es mejor dejar la carrera aparcada durante un tiempo; hasta que se aclare con su vida. Está exhausto y tiene que ir a echarse un rato porque hoy le toca interpretar en el aeropuerto de madrugada, una franja horaria altamente productiva en cuanto a cierre de expedientes de expulsión y deportaciones así que la noche promete ser dura.

Ya está sentado en el bus nocturno que le lleva al aeropuerto. No ha podido descansar mucho, se cae de sueño y le aterra pensar en los rostros torturados, las voces rotas, las bocas tristes y los ojos desesperados a los que no tendrá más remedio que enfrentarse esta madrugada. No quiere pensar, expulsa de su mente la culpa que acecha y cierra los ojos para intentar juntar fuerzas. La culpa vuelve a la carga pero su mente la ahuyenta. Su mente que está obsesionada con una única idea; que no quiere volver a servir cafés con leche nunca más en su vida.