2020 / 15 June

Seres en peligro de extinción


Compañeros intérpretes, temblad. Se nos acaba el chollo.

 

Pues lo dicho. Se nos acaba el chollo. Somos una especie en peligro de extinción. Lo digo porque tuve la suerte de interpretar a un joven experto en programación informática. Un hombre exaltado, dinámico, ambicioso y por supuesto, encantado de haberse conocido. Uno de esos jóvenes asiáticos con aptitudes claras para la informática y una sed tremenda de dinero, reconocimiento social y triunfo. Durante más de una hora, sometió a los presentes a un bombardeo implacable de verdades absolutas e intransigentes sobre el presente y el futuro de la humanidad. Un futuro que pasaba, sin lugar a dudas, por la Silicon Valley californiana puesto que allí se estaba gestando la revolución liderada por una minoría ilustrada; un ejército de mentes informáticas superiores y capaces de cambiar el mundo. Los genios del valle californiano estaban a un paso de tomar las riendas del devenir de la raza humana. Para conseguirlo, contaban con un arsenal de aplicaciones y programas informáticos destinados a regir cada instante de la vida del planeta y de todos sus habitantes, sin dejar ningún resquicio para la improvisación ni, por supuesto, para el sueño o la imaginación.

 

El hombre hablaba con rapidez extrema y pasión desbordante, convencido de que sus complicadísimas frases, dichas en un inglés saturado de construcciones alambicadas y de terminología altamente técnica, iban a desviar la atención del público de su imposible a la vez que impenetrable acento mandarín. Y el buen hombre iba triturando las consonantes, aplastando las sílabas tónicas, distorsionando las vocales, transformando el inglés en lengua tonal y convirtiendo, en definitiva, el ejercicio de tratar de entender su discurso en una auténtica tortura china.

 

Había venido a Barcelona a presentar un programa de reconocimiento de voz que además, traducía del chino al inglés. Este pequeño cerebro artificial reproducía en audio la frase traducida a la perfección y con una calidad de sonido inmejorable. En un momento de la presentación, tuvo incluso la delicadeza de dedicarme una condescendiente sonrisa de conmiseración. Sí, a mí, el triste representante de los seres en peligro de extinción que éramos los intérpretes de conferencia. En el fondo, en sus ojos, yo no era más que un triste hámster atrapado en una cabina. Una pobre criatura que se esforzaba y sudaba mientras cerraba los ojos en un esfuerzo inconmensurable de concentración; en definitiva, un triste mártir agarrado a la silla mientras sufría lo indecible para entender su infernal acento. Según pasaban los minutos, me volvía cada vez más consciente de la enorme responsabilidad que me mantenía en vilo puesto que a los pocos minutos de que empezara la charla, los valientes bilingües del público que habían luchado infructuosamente para entender el peculiar inglés que les caía encima habían ido tirando la toalla en cadena. El goteo de mentes aturdidas, machacadas y desorientadas por el magma sonoro que les torturada los oídos y desmantelaba sus heroicas defensas era incesante. Rendían las armas y se levantaban sigilosamente en busca de los salvadores auriculares de interpretación simultánea. Este baile me hacía aún más consciente de la importancia de mi trabajo y me imponía movilizar hasta las últimas neuronas que me quedaban operativas para estar a la altura de la tarea de trasladar el mensaje a mis oyentes.

 

La ilustre institución que me había contratado no entendía de acentos, de cohesión discursiva, de coherencia lingüística ni de construcciones gramaticales. Lo único que le interesaba era la multitud que había acudido a escuchar la conferencia y era necesario que esta multitud saliera contenta y con la convicción de que había aprendido algo nuevo, algo que le diera materia para pensar y debatir después con los amigos, aunque ese algo fuera filtrado por las neuronas y reproducido por la voz de un ser en peligro de extinción, futura víctima de la potente máquina informática pensante e imperante que el ponente había venido a Barcelona a presentar.

 

Huelga decir que procesar la empanada sonora que me llegaba a la cabina, filtrar los sonidos, recomponer las sílabas, separar las unidades de sentido, detectar las distorsiones, distinguir los pares mínimos, talar las variaciones de tono inútiles y traducir el producto filtrado para reproducir el mensaje de forma coherente en la lengua de llegada me dejó exhausto.

 

Al salir de la cabina, el técnico de sonido me dijo que se habían casi agotado los ciento cincuenta auriculares disponibles. Mientras me secaba el sudor y me reponía del mal momento que acababa de pasar, una representante de la institución organizadora del evento vino desesperada a pedirme que la ayudara en sus infructuosos esfuerzos de entenderse con el conferenciante. Estaba muy frustrada porque, según me dijo, a pesar de que hablaba correctamente el inglés, no conseguía sin embargo entenderse con el conferenciante. Tenía muchos temas de orden práctico que resolver y estaba rozando el ataque de nervios.

 

Así, a la hora y media de interpretación simultánea en cabina les siguió media hora de interpretación de enlace para dejar atados todos los cabos sueltos relacionados con la logística. Los detalles relativos a la cena, gastos, transporte, confirmación del vuelo de vuelta, reuniones y entrevistas pendientes quedaron aclarados y la representante institucional pudo finalmente respirar tranquila. Antes de soltarme, no resistió a la tentación de tenderme una trampa mortal “invitándome” a cenar con el menda. Como el diablo sabe más por viejo que por diablo y para viejo no me gana nadie, decliné rápidamente la oferta. A “cenar” y liarse a traducir el menú gratis iba a ir su prima la Pepi pero esto no se lo dije a la representante institucional porque soy un hombre educado.

 

Aproveché los adioses para preguntar amablemente al experto conferenciante si tenía en mente una fecha aproximada para la muerte definitiva de mi profesión. Puesto a tener pocos años de vida profesional en perspectiva, y para mi tranquilidad emocional, me era necesario por lo menos tener una fecha de caducidad en mente. Añadí que me despedía definitivamente de él ya que, visto el ritmo al que iban los adelantos tecnológicos, lo más probable era que en su próxima visita a Barcelona fuera una aplicación informática la que se encargara de solucionar sus problemas de comunicación con los organizadores. Posiblemente un robot con voz perfecta e incluso, ya puestos, hasta modales, buen ver y empatía. Su respuesta me llegó en forma de torrente caudaloso de sonidos variopintos que ni me molesté en intentar identificar. Lo dejé pues sorteando con gran dificultad las múltiples barreras lingüísticas que le impedían comunicarse con los que le rodeaban y volví caminando a mi casa mientras iba meditando sobre el poco reconocimiento que en general cosechan las neuronas del intérprete de conferencia. Unas neuronas que trabajan en la sombra para garantizar el éxito de la comunicación pero que sin embargo, según el experto conferenciante, se verán arrolladas muy pronto por unas neuronas electrónicas más robustas y totalmente libres de debilidades humanas.

 

Pues con esta entrañable historia os dejo meditar sobre el futuro.

 

Bona nit,

Miguel